martes, 1 de marzo de 2011

El Mensajero

Esta será la primera vez que he escrito algo en este blog, aquí dejare la primera historia que he hecho en mucho tiempo, espero que sea de su agrado. La historia la escribí para un concurso de creación literaria.

–Hora de partir, dijo el mensajero. El amanecer anuncia el inicio de su viaje; el último que hará. Él había preparado todo para partir, sólo que no contaba que esa noche iba a ser visitado por alguien: La muerte.
Su hora de irse de este mundo había llegado al fin, pero él se negaba. Le dijo a su invitada que su deber en este mundo aún no había terminado, y pedía por más tiempo.
–Mi trabajo es lo único que me queda. Sé que no puedo darte nada, además que nada tengo, pero si tú me dieras permiso para llegar a ese último destino con lo que queda de mi aliento, mi alma estará en paz. Sabré que pude terminar lo que me fue encomendado y con gusto me iría contigo sin importar lo que le hagas a mi alma.
A continuación le muestra a su invitada una carta que ya tenía varios años de haber sido escrita, pero fue conservada de tal manera que se podría jurar que la había escrito hoy.
–Éste es mi último envío: una carta que nunca llegó a su destino pero que estaba a punto de enviar antes de que tú llegaras. Te pido que consideres mis palabras y que me permitas llevarla a donde corresponde.
La muerte se quedó pensativa ante la situación, las palabras del anciano parecían sinceras. A continuación se sentó en una silla y empezó a meditar la situación. De su oscura vestimenta saca un reloj de arena y se dio cuenta que no puede gastar más el tiempo.  Había muchas personas que estaban esperando su llegada. Después de un momento, la muerte se levantó y le pregunta al mensajero.
– ¿Qué quieres conseguir con esto? ¿Acaso osas engañarme y escapar de tu destino? Muchos otros antes que tú lo han intentado, pero nadie ha logrado escaparse de mí.
–Yo ya estoy muerto prácticamente –el anciano le contestó–. Apenas y puedo moverme, además de que tengo el peso de mis años. A diferencia de ellos que intentan escapar de ti, yo tengo un último deber. Entiendo que es tu deber ser justa, por eso tomaré cualquier castigo que me pongas. Dime lo que quieras y yo te obedeceré.
– ¿Harás lo que sea? –dijo la muerte.
–Con tal de llegar a mi destino, te daría mi alma. Más sufrimiento me daría el remordimiento de no haber cumplido con mi deber; mi alma no encontraría su descanso– le respondió el señor.
Hubo un momento de silencio entre los dos. Se estaban mirando fijamente el uno al otro sin dar ni una palabra. La muerte podía ver el cansancio del hombre y su vejez, que le había quitado gran parte de sus virtudes. Mientras tanto, el mensajero veía la fría y serena cara de la muerte, no existía sentimiento alguno en ella, pero tenía un gesto mortalmente apacentado. El silencio se rompió cuando la muerte dirigió unas palabras.
–No me puedo tardar más tiempo contigo porque hay otros con los que tengo que ir; gente que está clamando por el fin de sus sufrimiento, pero que no puede partir porque no estoy con ellos para guiarlos a los otros mundos. Viejo mensajero, te dejaré hacer este último viaje bajo las circunstancias que te diré ahora, así que escucha lo que tengo que decir si quieres cumplir tu deber– dijo la muerte.
–De acuerdo, dime tus términos y yo los seguiré –dijo el anciano.
–Toma cuanto tiempo necesites y la ruta que desees, viajarás bajo mi cuidado.
Te prohíbo que ingieras alimento o bebida alguna durante todo tu viaje, pero no te preocupes, no morirás por ello ni cuando te encuentres en peligro. Sólo perecerás si me das permiso de tomar tu alma. Pero hay una condición. Al dejar tu alma en un cuerpo que debió morir, ésta se empezará a corroer con el paso de las horas, y nacerán dentro de ti sufrimiento y dolor jamás imaginados por el hombre. Con el tiempo sólo crecerán por el hambre y por los peligros que tengas que pasar; puede que ya no puedas morir, pero aun sentirás todo.  No tendrás alivio de ellos hasta que hayas cumplido con tu cometido o que pidas que te lleve. En caso de que tome tu alma, serás enviado a un infierno en donde estarás a merced de tus penas y tu remordimiento.
Tu alma nunca encontrará su descanso si te rindes. ¿Estás de acuerdo con mi propuesta, mensajero?
–Acepto el trato y no pienso fallarte –dijo el mensajero con una mirada firme pero débil. Él estaba dispuesto a pasar por todo lo que la muerte le pidiera para cumplir con su deber.
–De acuerdo, duerme hoy y guarda tus energías. Cuando el sol aparezca por la colina empezará tu viaje. Yo ya me tengo que retirar, muchos claman mi nombre.
La muerte se levanta completamente y arregla su vestimenta. Cuando sale de la casa, hace un movimiento elegante simulando una danza y se desvanece en el aire enfrente de los ojos de su huésped.
Cuando el amanecer renació y el sol se postraba en su cansada mirada, el mensajero despertó para iniciar su viaje. Al vestirse con sus viejas vestimentas, que estaban rotas por las tantas cosas que vivieron, se dio cuenta que el dolor había empezado a surgir adentro de él y que su carne empezaba a deteriorarse rápidamente; ahí supo que no había vuelta atrás. Al salir de su casa se reencontró con la muerte. Al compartir una última mirada, empezaron a caminar.
Todos los viajes anteriores que él tuvo que emprender no se comparaban en nada a la proeza que tenía que hacer. La distancia entre él y su destino era considerable, y tardó varios días antes de poder llegar. Caminó por los valles y lentamente escalaba las montañas. El dolor era cada vez peor y sus movimientos empezaron a volverse más lentos. Poco a poco su fuerza fue consumida, pero él seguía adelante. Muchas veces se encontró con peligros como tempestades o jaurías, pero por más grande que fueran las heridas, él seguía en pie con la muerte como su compañero y guardián. En un intento para distraerse del sufrimiento, habló con la muerte cada vez que se encontraba con ella, y le contaba acerca de su vida como mensajero. A todos los lugares a los que iba y toda la gente que conocía. Pero a final de cuentas no tuvo remedio ya que la muerte no tenía sentimientos; por más que escuchara no llegaría a entender al anciano.
Las noches eran peores que los días, él no podía descansar ni por un momento debido al dolor, y cuando podía soñar era víctima de pesadillas acerca de su pasado. Llegó a un punto en el que cayó en la locura. Crueles pensamientos cruzaban por su cabeza y no lo dejaban en paz. Pero por más cruel que haya sido su situación, él seguía caminando. Sus pies se empezaron a cansar y con la ayuda de un árbol él se hizo un bastón, pero terminó arrastrándose por el camino utilizando la poca fuerza y sanidad que le quedaban para seguir adelante. El recorrido casi acaba con él, pero él seguía vivo; él seguía adelante.
Finalmente el día llegó, y el anciano había llegado a su destino, pero la muerte lo miraba perplejamente por una cosa: estaban en un cementerio. El anciano empezó a buscar con la ayuda de su compañera una lapida en especial, pero se tardaron más de lo esperado por los delirios y el dolor del mensajero.
Cuando al fin llegaron, el anciano se tiro al suelo y empezó a sonreír. Agarró la lapida en sus manos y, lentamente, unas lagrimas aparecieron en su cara. Su felicidad fue cambiada por tristeza; su sonrisa por un fuerte llanto. La muerte sólo presenció la escena sin intervenir las palabras del mensajero, tristes palabras de arrepentimiento.
–Perdón por llegar tarde –dijo el mensajero–. Pude haberlo evitado pero al final no regresé a tiempo. Toma, esta es la carta que no pude enviarte.
Cumpliendo con llegar a su destino, la muerte lo toma de la mano, el anciano voltea a ver a su compañera y cierra los ojos. Su alma fue desprendida de su cuerpo, dejando atrás el dolor y sufrimiento que se le había encomendado. Al fin había encontrado descanso. Lentamente se desvanecieron, dejando atrás su cuerpo anterior y la carta de amor que nunca pudo enviar.

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